Pauillac (Francia). Un día cualquiera de febrero. Nueve de la mañana. Se hace muy raro eso de marchar a uno de los templos del vino mundial a una hora tan intempestiva. Pero, al fin y a la postre, eso es lo que nos había llevado allí. Y allí llegamos con casi veinte minutos de adelanto. El frío en los viñedos de Lafite a las nueve de la mañana es de esos que te ponen de punta los pelos de los huevos. Por allí, a aquella hora tan temprana, estaban trabajando en el viñedo, en plena faena de poda. Cepas bajísimas, con dos brazos a apenas treinta centímetros del suelo, y con espalderas firmemente colocadas en todas las direcciones. El suelo, lleno de gravas en diferentes tonos de gris, hace unos surcos bastante profundos entre las filas de espalderas.
Nos recibe el director técnico de Lafite Rothschild, que nos explica sobre un plano en la pared la estructura de las propiedades del Chateau, una de cuyas fincas está, por cierto, en la colindante Saint Estephe. De la pared con el plano nos vamos a la sala de cubas, de madera con capacidad para ciento cuarenta hectolitros para la fermentación alcohólica y de acero inoxidable y doscientos hectolitros para la maloláctica. La sala de cubas de madera, considerablemente viejas, no da precisamente la impresión de que te encuentras en uno de los templos del vino.
Cuando entras en la sala de barricas, diseñada por Ricardo Bofill padre, la impresión se refuerza pues te das cuenta de que sale mucho mejor en las fotos que lo que es en realidad. No me atrevo a decir que esté sucia, pero el aficionado a los vinos tiende a olvidar que una bodega es esencialmente un lugar de trabajo, y que incluso los más grandes vinos del mundo necesitan que se trabaje sobre ellos trasegando, azufrando y limpiando las barricas, aunque el precio final de una botella supere los doscientos euros en la tienda.
Es un detalle conocido, pero no por ello vamos a dejar de reseñarlo: la sala de barricas de Lafite es circular, y las barricas se alinean en círculos concéntricos y a diferentes alturas, más próximas al suelo en la zona central –donde se trabaja- que en el exterior.
Algunos de los detalles son realmente jugosos. En Lafite Rothschild clarifican el vino con claras de huevos orgánicos a cuarenta céntimos de euro la unidad de los que usan cuatro para clarificar cada barrica. Tengo que acordarme de contarle esto a un amigo que tiene calculado el coste de elaborar una botella de vino para esgrimir que hay mucha desfachatez en el mundo del vino, sobre todo en el apartado del precio. En el centro de la sala de barricas nos esperan tres botellas ya abiertas y unos catavinos.
¿Cómo se acerca alguien no acostumbrado a catar vinos a dos botellas del Grand Vin de Lafite Rothschild y una del segundo Les Carruades? ¡Y sólo son las diez de la mañana!. Si alguna vez has leído que los vinos de Lafite deben recordar al grafito y al cedro, todo lo que puedo decir es ¡que es verdad!!!!, aunque la botella del Grand Vin de 1993 nos hiciera arquear una ceja. O las dos.
Para finalizar la visita, nos acercamos a ver la cava privada del Chateau, en la que se guardan celosamente ochenta mil botellas, siendo la más antigua de 1797. La cava no te la dejan ver más que a través de una verja.
Son sólo las diez de la mañana, ya hemos probado tres vinos y, tras darnos una vuelta por los exteriores de la bodega, en la que no hay nada demasiado magnífico. Al menos el sol brillaba y calentaba un poquito. Las bodegas, como pudimos comprobar a lo largo de las diferentes visitas que nos esperaban en los próximos días, son bastante frías.
pisto