Los fines de semana largos son propicios para el relajo en la cocina, y para esas recetas que en tantas ocasiones pospones por falta de tiempo.
Así que este fin de semana pasado, con un poco más de tiempo para entretenimiento culinario, rescaté una receta que había leído en un magnífico libro titulado «El Hotel Almirante» de Marta Rivera de la Cruz.
La lasaña de salmón era uno de los platos que Rosa Leal había traído consigo de Italia al regreso de su viaje de bodas. El Hotel Almirante sirvió la primera lasaña que comieron los ribanovenses, que hasta la apertura del Salón de los Espejos no habían tenido ocasión de descubrir el interminable abanico de posibilidades que ofrecían las pastas. Eso sí, aunque algunas amas de casa de Ribanova adoptaron enseguida la sana costumbre de cocinar macarrones y espaguetis (últimamente habían empezado a preparar también unos tagliatelle italianos que podían comprarse en el ultramarinos La Nacional), nadie excepto las Leal aceptó el reto complicado de la lasaña, que suponía una especie de salto mortal sin red porque a la dificultad de dar el punto al relleno y a la bechamel había que añadir la prueba de fuego de la preparación de las láminas de pasta. Era Dora Leal la encargada de confeccionarlas con la máquina traída de Roma, que las tres hermanas habían conservado con amor durante años protegiéndola escrupulosamente de la amenaza del óxido. Cuando se servía lasaña, Dora se levantaba casi con el alba para amasar la harina y el huevo durante una hora. Una vez que las láminas estaban listas y colocadas sobre el mármol de la cocina, empezaba la preparación del relleno. Primero cocinaba con cuidado las rodajas de salmón, que freía en la sartén con aceite de oliva y dientes de ajo. Cuando ya estaban pasadas, las retiraba del fuego, les quitaba la espina y desmigajaba el pescado cuidadosamente antes de espolvorearlo con eneldo. En otra cazuela salteaba setas de temporada cortadas en pedazos pequeños junto a una ración generosa de langostinos o de gambas, según la oferta del mercado, y mezclaba todo con las migas de salmón. Después preparaba una bechamel ligera con leche hervida y harina de trigo, y en cuanto estaba lista empezaba la operación de montaje. Las hojas de lasaña se alternaban con el relleno y la bechamel hasta conseguir una especie de pastel de cuatro pisos que acababa por gratinarse en el horno durante media hora. Ni que decir tiene que, cuando se servía lasaña, Dora quedaba relevada de cualquier otra labor de cocina, porque además no admitía la ayuda de los pinches del hotel ni para pelar las gambas. Se sentía legítimamente orgullosa de aquella receta, y encontraba una singular satisfacción en recordar a propios y extraños que nadie más que ella ponía la mano sobre aquel plato complicado que tanta aceptación tenía entre los clientes del restaurante.
Rivera de la Cruz, Marta (2002): Hotel Almirante. Espasa Calpe. ISBN 84-670-0058-9
No se pierdan tampoco «Que Veinte Años no es Nada» de la misma autora.