Tribulaciones por Burdeos… (4)

Recién comidos, y tras habernos tomado un cafelito, nos dirigimos hacia Chateau Mouton Rothschild, donde nos esperan a las dos y media de la tarde.

Como de costumbre, llegamos a los viñedos de Mouton con un cierto adelanto. Ya te das cuenta, por los letreros que te indican el camino, que Mouton Rothschild es “otro tipo” de Chateau. Mientras todos los letreros del Medoc guardan una cierta coherencia, los que te guían hacia las propiedades de la Baronesa Philippine se desmarcan en forma y contenido del resto. Llegas a la recepción de visitantes y todo está mucho más organizado. Te pasan a una sala de proyecciones y la película versa sobre el carácter del Barón, su predilección por los grandes vinos y las grandes hazañas y cómo la Baronesa trata de que todo eso perdure. Terminada la proyección, te das un paseo por la colección del museo, repleto del ansia coleccionista del barón, y con bastante poco interés si lo que te ha llevado allí es el vino. Lo más relevante para el turista inculto promedio podrían ser los originales de las obras de arte que año tras año constituyen el elemento distintivo de las etiquetas del Grand Vin. Esos originales, sin embargo, no se encuentran allí.

Vuelta a lo enológico. La vendimia en Mouton la realizan cuatrocientas personas. No es que sea una novedad a estas alturas, pues en casi todos los Chateau nos daban cifras parecidas de trabajadores para esa tarea. La uva va a parar a veintiocho cubas de roble termorreguladas que son cambiadas cada treinta años aproximadamente. Se realiza una maceración postfermentativa durante unos quince días y, tras pasar el vino a barrica, se termina trasegando muy ligeramente, con tres claras de huevo por barrica.

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En la sala de barricas, realmente grande, encontramos una reproducción de todas las etiquetas, con la única ausencia de la versión estadounidense de la añada 1993, en la que los pacatos estadounidenses no pudieron aceptar que el boceto de un desnudo terminara en las estanterías de sus tiendas. Ya en la sala de catas, todo un despliegue de botellas se abrió ante nosotros:

Grand Vin de Mouton Rothschild 2002: Rojo picota de capa media alta. Nariz inicialmente con la volátil un poco alta. Mucha madera nueva, ahumados, torrefactos, pimienta. Cassis muy concentrado, con tiempo en la copa van disminuyendo los tostados. En boca es armonioso, con fruta excelentemente madura, acidez bien integrada, taninos sedosos y cremosos y final profundo de fruta madura, especias y bien largo. Siendo la descripción realizada muy exhaustiva, la realidad es que el vino no me produjo una muy honda impresión, de esas que dejan huella como correspondería a un vino de este calibre.

Terminamos la visita y nos vamos con Martine a darle la charla a la madame de la Chambre d’Hote por el conflicto internacional de la mañana. Por supuesto, la madame se hace la loca y nos pone una sonrisa amablemente cínica al estilo francés.

Despedimos a Martine y, como pago por los servicios prestados, la invitamos a desayunar al día siguiente, en que tenemos que estar temprano en Cos d’Estournel.

Son apenas las cuatro de la tarde y, a la vista de que Pauillac se recorre turísticamente en treinta segundos, decidimos coger el coche y buscar acomodo en otra parte para nuestro culo inquieto. Montamos el coche y enfilamos en dirección a Burdeos primero y a Arcachon después.

¿No es en Arcachon donde se puede comer buenas ostras? Pues para allá vamos.
Por el camino, a lo largo de los pueblos que recorre la D1, vamos parando en diferentes tiendas de vino que habíamos localizado el día anterior. Lamentablemente, unas estaban cerradas por obras, y las otras por lunes. Un poco moscas, decidimos parar en un Leclerc a las afueras de Margaux donde había una selección de vinos de la zona bastante interesante, que evidentemente no incluía los grandes vinos, pero sí cosas como Les Pagodes de Cos d’Estournel 2000 por 21 euros, Fieuzal 1998 por algo menos de 27, Montrose 2001 por cuarenta, Potensac 1999 por 16,6 , Les Carruades de Lafite 2001 por menos de 30 y el Pavillon Rouge de Chateau Margaux por un poquito más de 50 euros. Gastón sugería un Reignac 2001 a 15 euros, diciendo que es un vino estupendo que en España había visto a más del doble, pero finalmente, como nuestro ánimo era meramente lúdico y no tanto comprador, marchamos del Leclerc con una cesta de la compra consistente en unas Pringles de sal y vinagre y una botella de agua mineral.

Tiene guasa, que tres apasionados por el vino, terminen en un hipermercado en Burdeos y salgan de allí con unas patatas fritas de una multinacional estadounidense, con una receta que sigue fielmente el más puro estilo inglés. En fin, no estaban mal las putas dichosas patatas. Ah, muy gracioso, en el Leclerc no te dan bolsa de plástico, como en el Dia. Eso sí, te ofrecen una muy mona al precio de quince céntimos de euro.

En el mapa parece que Arcachon está cerca de Pauillac, además de ser autopista durante todo el camino. Sin embargo, no contábamos con la Rocade, saturada de tráfico casi a cualquier hora, ni con la escala del mapa. Así que tardamos más de dos horas en llegar a este sucedáneo de Benalmádena, en el que los chiringuitos no son de pescaíto frito sino de ostras. Y más caros.

Cuando llegas a Arcachon, a eso de las siete de la tarde, comienzas a darte cuenta por qué los alemanes, los ingleses y hasta algún francés, han escogido la Costa del Sol para sus retiros invernales. Qué frío. Que aburrimiento. Como buen reducto de galos, a las siete y media de la tarde el frío y la humedad son los únicos que quedan en las calles. Con decir que las ostras no hace falta que las guarden en espacios climatizados, pues en la calle ya están a punto de congelarse, queda dicho todo.

Cuando llevábamos media hora dando vueltas por el pueblo, ya habíamos visto el mar y todo lo interesante que había por ver. Gastón decide que es el momento de entrar en alguna cafetería a que nos peguen un buen sablazo. Pedimos dos cafés y el muchacho escoge un chocolate. No hace falta decir que, de los ocho euros que nos costó la gracia, cuatro correspondían al chocolate de Gastón. Al menos había calefacción en el recinto. La verdad es que deberíamos haber cobrado por entrar en el local, pues hablando español, nos convertimos en la atracción y entretenimiento de la escasa clientela de la cafetería.

Siempre me ha parecido fascinante que, cuando salgo de España, los indígenas suelen sentirse cautivados por el ritmo y la musicalidad del castellano. Ya me ha pasado en Francia en varias ocasiones, cenando en algún restaurante al “estilo París” en el que te das cuenta que tus vecinos de mesa, de los que te separan apenas veinte centímetros, dejan sus conversaciones para prestar atención a la tuya, aún cuando das por hecho que no te entienden. La misma situación la he vivido en Italia, lo cual es grave pues hay pocos idiomas tan rítmicos y musicales como el italiano.

Vuelta a la calle, a eso de las ocho y cuarto, antes de que los escasos chiringuitos costeros nos digan aquello de Je suis desolé, la cuisine est fermé, o como quiera que se diga en fino y en francés eso de “no me toques los cojones que es muy tarde y tengo ganas de ir para casa” lo siento, otro día será. De los cuatro o cinco locales, el que mejor pinta tenía resultó ser de un ciudadano vasco, como nos enteramos más tarde. Entramos, nos sentamos y pedimos dos docenas de ostras a modo de entrada, junto con una botella de un Bordeaux Blanc infame a veinticuatro euros la botella. Veinticuatro hostias recomendaciones le daba yo al enólogo que perpetró semejante atrocidad. En la petición de los platos principales se demostró quién tenía mundo y quién no. Mis dos acompañantes pidieron unas sardinas que llegaron a la mesa secas y sin gracia, mientras el que suscribe se decidió por un lomo de salmón con una salsa de mantequilla que estaba razonablemente bueno. Las ostras eran de buen tamaño y no estaban malas, aunque quizá sí estaban demasiado frías. Ya dije que las guardaban (!!!!!!!!!!!!) en la calle, en una especie de caseta de madera como la que aquí usan los vendedores de castañas, en este caso sin hornillo, evidentemente.

Convendrá el lector conmigo que ocho ostras y tres sardinas desnutridas no son gran bagaje para los dos zampabollos que me acompañaban, así que remataron con una tarta de merengue, que no tenía mala pinta salvo que el merengue te produzca urticaria solo con verlo, como es mi caso. De todos modos, con eso lograron engañar al estómago y encontrar las fuerzas para salir al crudo invierno atlántico en pos del coche.

Si a las siete y media las calles estaban desiertas, casi más cerca de las diez que de las nueve y media hasta el frío y la humedad estaban considerando la posibilidad de buscar un acomodo menos inhóspito. Eso sí, en el camino nos tropezamos por tres veces con un coche de una empresa de seguridad privada que nos debió considerar peligrosos. ¿Quién iba a estar a esas horas por la calle? Cuando ya hacía tres minutos que habíamos visto el coche por última vez, no sabemos si debido a que lo asustamos o a que no nos consideró suficientemente peligrosos, nos tropezamos con una especie de tugurio en cuya puerta había un par de individuos de aspecto siniestro que no nos quitaban ojo. Mientras Gastón y yo apretábamos el paso, el tercero en discordia iba al móvil, fichando por tercera o cuarta vez en el día, con la vista perdida en el infinito y expresión de arrobo. Si llegamos a ser nosotros los poseedores de las llaves del coche, ya nos habríamos largado de allí, pero al final, nuestro recorrido apresurado terminó en el coche donde tuvimos que esperar a que llegara el conductor.
Finalmente, nos pusimos de nuevo en marcha, con la seguridad de que no había merecido la pena el viaje para haber comido dos docenas de ostras. La vuelta fue mucho más tranquila, ya que los franceses hacía ya horas que dormían y habían dejado las carreteras a disposición de noctámbulos y demás gentes del mal vivir. Con una de las cuales, por cierto, nos encontramos en nuestro itinerario por Margaux, ya que un Renault Clio estuvo a punto de llevarnos por delante a la salida de una curva. Con todo, eran más de las doce cuando llegamos a casa de la madame. El día siguiente iba a ser duro, así que nos fuimos directamente a descansar.

pisto.
INDICE DE CAPITULOS:
Capítulo 1: El viaje
Capítulo 2: Lafite Rothschild
Capítulo 3: Chateau Latour
Capítulo 4: Mouton Rothschild
Capítulo 5: Cos d’Estournel
Capítulo 6: Leoville Barton
Capítulo 7: Chateau Margaux
Capítulo 8: Chateau Cheval Blanc
Capítulo 9: La Conseillante

3 comentarios

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